sábado, 30 de enero de 2010

EL TACTO DESEANTE.


También creo yo, ARS, que el tacto es la forma más íntima de demostrarle al otro que realmente se le ama. Ésa es la tesis de La mano del fuego (Alfaguara 2007).
Sentirse uno es la constante del cincuenta por ciento de los dos, pocas veces la totalidad de las cuatro cuartas partes. Aunque cuando se consigue ese ciento por ciento, y la mayoría lo consigue durante un tiempo en algún tiempo hasta un cierto tiempo e incluso toda la vida, todo sobra para seguir viviendo. Sentirse uno es siempre causado por el tacto. Existen, según afirmamos los de nuestra casta, diferentes tipos de tacto que fagocitan a los otros sentidos, desviviéndoles para vivir él. Existe el tacto visual, el más instantáneo, que penetra sin permiso en los misterios de quien se comienza a amar. También se habla del tacto auditivo, que se comparte de las maneras más insospechadas para dejar ardiente recuerdo de lo que se desea perpetuar con un solo sonido, plástica reminiscencia... como el móvil tintineo de las cañas que suenan por el viento en el exterior. Algunos afortunados sienten el tacto olfativo, que vertebra al recuerdo hasta hacerle sangrar virtualmente de puro gozo, acariciando internamente sus receptores nerviosos y dejarle imposibilitada para tomar iniciativas imprudentes. Y, por supuesto, el tacto principal, el gustativo, producido por nuestras labios al besar, primer bosquejo fiel del ritual al que se ha estado esperando. Tras él, ambos se teñirán con la tinaka del deseo cada vez que sus corazones se oigan llegar, se intuyan cabalgar aceleradamente, envenenados una vez más por el deseo creciente hasta hacerse orgánico, señal inequívoca de pensamientos vergonzosamente íntimos.

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