sábado, 1 de diciembre de 2018

AROMAS ETERNAMENTE VIVIENTES


Era como si una mano le estuviera diciendo: "Entra...entra...entra...". Intuía que se trataba de nuevo del imperioso deseo que todo lo inunda reprimiendo esa bocanada de aire imprescindible para poder seguir viviendo. Penetró con cierto temor, (como le leyó en una ocasión a Francisca Aguirre), como si fuera el caballo de lidia que en pica va hacia el toro con los ojos vendados conducido por quien le ha adiestrado y confía le va a hacer bien seguir los empujes del jinete. Hasta le causó escrúpulo el suave tintineo de la campanita que colocada en el dintel de la entrada anunciaba el advenimiento de un nuevo pasajero a la nave del olvido... Y allí contempló aquel Olimpo, lo que siempre había imaginado tener en forma de objetos, cosas simples que otras manos, otros cuellos, otros cuerpos en suma habían transportado, o tocado, o asido, o simplemente visto o adornado paredes de casas vibrantes y latientes, centelleadas por presencias casi transparentes y siempre arraigadas. Durante aquellos minutos, muchos, se sintió parte de ellos, transportado a lugares imaginariamente vividos donde con ella estaba, como en el café Hafa viendo el gran azul perenne, asida a él como una adolescente lo está a su primer amor, siempre con la palabra en las manos, arrojándola a una vida avariciosa, amenazante, usurera y sobre todo  incierta. Hubo un momento en que se sintió el náufrago solitario al que un día le llevó el sueño en la oscuridad abisal del agua marina, aquel día que descubrió momentos felices.

La memoria siempre es efímera...(¿o será que soy de frágil olvido...?), y alfombra el tiempo pasado con hojas por las que la savia ya no circula y son hojas muertas, como lo describe espléndidamente la canción francesa de Prévert y Kosma, y que fue Yves Montand quien luego la eternizó. Asumía que caminaba por las mismas hojas, pero de un almanaque de recuerdos deformadamente reales, envueltos en trechos de vida aletargada, cobijándose sobre el desierto del gran azul donde se arropaban junto a él para vivir la noche del poniente, con la luna como único invitado y con las estrellas como voyeurs de sus estremecimientos, sus lujuriosas miradas, sus ávidos gritos de gozo una y otra vez, alimentando su delirante deseo de no sucumbir al día, a continuar enredado entre sus largas piernas, anudándose como serpientes en celo... Todo y más le decían aquellos esqueletos de materias que un día fueron objetos y hoy habían alcanzado el grado de unicidad porque el Made in China ha vulgarizado todo... hasta a las personas. Y fue entonces cuando unas lágrimas ignominiosas, indignas y traicioneras surgieron sin arrepentimiento alguno de sus ojos, objetivando esa soledad que únicamente conocen los que la alcanzan sin quererlo, una soledad envolvente, penetrante, ilimitada, sin cura, y que le devolvía la imagen de aquel ávido afán que nunca más fue pero al que sin embargo su perfume no era amnésico, no se había evaporado...lo había recobrado dentro de aquellas cuatro paredes vivientes en un país en el que ella aún habitaba...

2 comentarios:

  1. Yo también soy de tiendas de antigüedades o que alberguen objetos antiguos, usados, de segunda mano... Y también me pregunto si hablan entre ellos o a quienes les visitan... y les cuentan su vida... y cómo llegaron ahí. A propósito, ¿dónde se hizo la fotografía si no es molestia contarlo...?

    ResponderEliminar
  2. Hola Anónimo: Es una tiendecita de objetos de todo tipo que conocí en Estambul. Me gustó. Fue también un impulso, una de esas sensaciones que motivan a dar un paso tras otro hasta conocer lo que te interroga. Lástima que no hiciera más de la otros huequecitos de la tienda que también eran muy expresivos...

    ResponderEliminar