domingo, 16 de marzo de 2014

PASEAR SIN GEPEESE



Existe el placer de lo inesperado, incluso el placer de extraviarse dentro de tu propia ciudad, como una búsqueda retornante al destino que ella misma te condujo. Y aparecen lugares, sonidos que nunca antes se vieron ni oyeron, aparecen para que sepamos que parecen, que es también un modo de aparecer, de hacerse saber lo que fueron y siguen siendo. Cuando lo pienso se despiertan en mí sensaciones que me convencen de lo que alguien me dijo en el pasado, que despertarse lleva , a veces, años.  
Y me pregunto donde estaban entonces los deseos de saber, y descubro, de nuevo, que el deseo, incluso si no es deseado, echa raíces, cubre ventanas, se asoma por las esquinas, cínico y travieso, como si nada extraño sucediera cuando todo, realmente, está sucediendo. Y un día hasta el cielo y la luz son intrusos y como si se pidiera prestado el entorno, lo que para los paisajistas chinos era su máxima, su principio cardinal, se ennoblece para que, como dijo Henri Frederic Amiel, el filósofo y poeta suizo, "cada paisaje sea un estado del alma". 
Pasear extraviándose hace bosques y mares que trastornan al que no deja sorprenderse ni envolverse en olores que anticipan recuerdos de corpóreos muros movedizos , cámaras oscuras donde inician deslumbramientos que ayudan a seguir viviendo, alimentando deseos sin límites, huellas de gritos duales solamente pertenecientes a momentos irrepetibles. 
Es oportuno callejear sin reloj, sin gepeese, para que solamente la lluvia indecisa marque senderos que aferren instantes, ecos inaudibles para nadie que no sea capaz de entender que cuesta ver lugares nuevos cuando se va cargado con todo y no solamente con lo que perdura.

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