domingo, 5 de marzo de 2017

SIEMPRE


Aquellos que hayan visitado Mogador saben que hay plazas dentro de plazas, calles dentro de calles y tiendas dentro de tiendas hasta llegar a las cajas taraceadas, tan típicas en aquella ciudad, con compartimentos interiores de marquetería pudiendo albergar, en miniatura, la esencia de un mercado y hasta un bosque: sus olores, sus esencias. En cierto modo es como se llega a la mujer mogadoriana, abriendo compartimentos que hospedan sus sentimientos, sus...deseos. 
Fue una noche sentado en la fuente de las Nueve Lunas, donde se cruzan o terminan nueve callejuelas curvas, ahí donde los azulejos frente al agua devuelven nueve reflejos diferentes de la luna menguante, cuando notó esa sensación de ser observado sin poder ver quien le miraba. Dio una vuelta de 360º alrededor suyo pero no fue capaz de encontrarla, aún sabiendo que ella estaba allí. Esperó unos instantes y se volteó rápidamente y entonces sí, la vio. Sus ojos eran de los que ven más allá de lo que miran. Percibían, distinguían lo que a su vez él oteaba más que veía...hasta que la contraventana se cerró.
Durante una semana estuvo yendo a la misma hora a la fuente, saludó a la misma luna, esperó la apertura de la misma contraventana hasta que su silueta volvió a reflejarse en la puerta de su vivienda bajo una lucecita de no más de 30 watios que indicaba la entrada de su Ryad. Los antiguos poetas de la zona, grandes exploradores del deseo, usan la palabra Ryad para hablar del corazón caprichoso de sus amantes: "un jardín cambiante bajo el imperio de las estaciones". Pero también para mencionar su sexo atesorado y misterioso, promesa de placeres y reto para el jardinero que paciente lo siembre y cultive.

Le hizo notar que no tuviera miedo, éso que se asemeja a un pozo que cuanta más tierra se saca de él, más crece, y a la oscuridad, que cuanto más grande, menos se ve. Le animó a caminar por la calle llamada del Silencio, que ayuda a conocerse, a sentirse sin palabras ni tactos, solo observando el caminar y el movimiento del otro, y fundamentalmente su mirada, la que abre el corazón. No se daba cuenta que ella estaba dejando crecer en su fantasía todo lo que él deseaba en ese momento. Y añadía entre sonrisas detalles extravagantes que confirmaban su delirio. El embrujo estaba hecho. Ya solo quedaba esperar. Y es que el amor coge al corazón desprevenido; nunca llega a la hora de la cita. Recordó el hombre aquello que una mujer le dijo: "¿Cómo te crees que somos las mujeres?. Lo único que queremos que nos digan es lo que ya sabemos; lo que no sabemos es que no nos importa". De lo único que sí podía dar fe tras largos días de transitar los mismos adoquines de piedra de la calle del Silencio fue de su olor, aquel que aún hoy en su mesa donde escribe sus memorias, a diario abre esa cajita y aspira la esencia de aquellos momentos... Sabe que la brevedad no se agota en la duración.

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