Por mucho que lo desee el
minimalismo, el humano está hecho para convivir con los objetos, para que le
rodeen, le arropen, le recuerden experiencias que en ocasiones demuestran todo
lo contrario de lo que quiso la ilusión.
Y es que el humano es un mix de
huellas en su mente, entre magníficas, esperanzadoras y también, incluso, masoquistas.
Existe en nuestra sociedad de consumo una cierta tendencia a la virtualidad, a
conceder solo importancia al sentido visual y olvidar los demás. Y es una
equivocación tan importante como proporcionar solo categoría al oído, al gusto,
al olfato o al tacto. Es cuestión, siempre, de equilibrio, de sensato
equilibrio entre lo que nos rodea y lo que rodeamos, como lo es el propio
equinoccio, que en toda la tierra iguala los días con las noches, ese momento en
que el alma no sabe si mirar hacia atrás o hacia adelante.
Soy de los que piensan que las
cosas hablan como el más primitivo de los lenguajes lo hace, con la posesión
del mismo lenguaje. Una caja de latón oxidada en el fondo de una estantería y
no oir la voz de quien imaginó guardar en ella sus secretos en forma de una
fotografía, una caracola o una cuartilla de papel amarillento es no haber
tenido infancia, haber prescindido de la ilusión, del deseo, de la fantasía.
Los objetos soportan cierta carga de conciencia de su poseedor al asumir que no
hay felicidad perfecta ni perfecta infelicidad, como todo lo que rodea al mundo
interno del humano, ese arcano que todos desean ignorar pero que todos llevamos
a cuestas, obligándonos a ignorar aquello que nos proporciona autobiografías.
El objeto es recuerdo y pasión, dolor y placer, útil e improductivo fruto
consecuente de un humano que busca satisfacción inmediata sin saber que aunque
nosotros tengamos solo una vida, una cuchara, una escultura o una estantería
puede tener muchas. Todo depende del significado mismo que le demos, como esas
mellas que no son más que las arrugas que nos salen a otros...
El humano es
único mientras tiene su vida, pero ese objeto que observa a diario, que lo usa
o deja indolentemente que sirva de refugio al polvo de su hogar, puede ser eterno
mientras alguien, otro, le quiera hacer suyo; porque, lo queramos o no, solo
somos presente, y el objeto tiene la opción de ser futuro. La vida, en cambio, de
por sí, no tiene un significado pleno. Sólo ser vivida... a veces incluso ser deseada mientras se está yendo de entre nuestros dedos... La vida será únicamente el
significado que le demos. El objeto, en cambio, no: una mesa es una mesa. No
hay más que hablar... Pero ¿sirvió ese trozo de madera para sellar acuerdos a
gente desesperada, dar de comer a hambrientos, o ser fuente de entretenimiento
a nuestra niñez...?. El objeto nunca podrá ser un ente abstracto, siempre será
determinado, preciso, específico e incluso especial para alguien, como
cualquier ser vivo. Es por ello una experiencia pasear entre los espacios de
una tienda de antigüedades y sentir las conversaciones de sus objetos, cantar
sus recuerdos felices o susurrar la congoja de quien se vio abandonado por sus
dueños cualquiera fuera su causa. El objeto, como tal, por su propia esencia,
siempre inducirá a la reflexión: ¿por qué se hizo?, ¿qué se esperaba de él?,
¿por qué se usó el metal y no la madera para su construcción?. En un mundo con
tantos signos de interrogación siempre es terapéutico contar con algo que nos
incite a hacernos otro tipo de preguntas, como las que hacía Neruda en su Libro de las preguntas, y le venían
respuestas en forma de cosas y personas...
(Libro de las preguntas. Pablo Neruda e Isidro Ferrer. Edit. Mediavaca).
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