domingo, 7 de diciembre de 2014

REFLEXIONES EN TORNO A LA SIMPLIFICACIÓN



Por mucho que lo desee el minimalismo, el humano está hecho para convivir con los objetos, para que le rodeen, le arropen, le recuerden experiencias que en ocasiones demuestran todo lo contrario de lo que quiso la ilusión. 
Y es que el humano es un mix de huellas en su mente, entre magníficas, esperanzadoras y también, incluso, masoquistas. Existe en nuestra sociedad de consumo una cierta tendencia a la virtualidad, a conceder solo importancia al sentido visual y olvidar los demás. Y es una equivocación tan importante como proporcionar solo categoría al oído, al gusto, al olfato o al tacto. Es cuestión, siempre, de equilibrio, de sensato equilibrio entre lo que nos rodea y lo que rodeamos, como lo es el propio equinoccio, que en toda la tierra iguala los días con las noches, ese momento en que el alma no sabe si mirar hacia atrás o hacia adelante.
Soy de los que piensan que las cosas hablan como el más primitivo de los lenguajes lo hace, con la posesión del mismo lenguaje. Una caja de latón oxidada en el fondo de una estantería y no oir la voz de quien imaginó guardar en ella sus secretos en forma de una fotografía, una caracola o una cuartilla de papel amarillento es no haber tenido infancia, haber prescindido de la ilusión, del deseo, de la fantasía. 
Los objetos soportan cierta carga de conciencia de su poseedor al asumir que no hay felicidad perfecta ni perfecta infelicidad, como todo lo que rodea al mundo interno del humano, ese arcano que todos desean ignorar pero que todos llevamos a cuestas, obligándonos a ignorar aquello que nos proporciona autobiografías.

El objeto es recuerdo y pasión,  dolor y placer, útil e improductivo fruto consecuente de un humano que busca satisfacción inmediata sin saber que aunque nosotros tengamos solo una vida, una cuchara, una escultura o una estantería puede tener muchas. Todo depende del significado mismo que le demos, como esas mellas que no son más que las arrugas que nos salen a otros... 
El humano es único mientras tiene su vida, pero ese objeto que observa a diario, que lo usa o deja indolentemente que sirva de refugio al polvo de su hogar, puede ser eterno mientras alguien, otro, le quiera hacer suyo; porque, lo queramos o no, solo somos presente, y el objeto tiene la opción de ser futuro. La vida, en cambio, de por sí, no tiene un significado pleno. Sólo ser vivida... a veces incluso ser deseada mientras se está yendo de entre nuestros dedos... La vida será únicamente el significado que le demos. El objeto, en cambio, no: una mesa es una mesa. No hay más que hablar... Pero ¿sirvió ese trozo de madera para sellar acuerdos a gente desesperada, dar de comer a hambrientos, o ser fuente de entretenimiento a nuestra niñez...?. El objeto nunca podrá ser un ente abstracto, siempre será determinado, preciso, específico e incluso especial para alguien, como cualquier ser vivo. Es por ello una experiencia pasear entre los espacios de una tienda de antigüedades y sentir las conversaciones de sus objetos, cantar sus recuerdos felices o susurrar la congoja de quien se vio abandonado por sus dueños cualquiera fuera su causa. El objeto, como tal, por su propia esencia, siempre inducirá a la reflexión: ¿por qué se hizo?, ¿qué se esperaba de él?, ¿por qué se usó el metal y no la madera para su construcción?. En un mundo con tantos signos de interrogación siempre es terapéutico contar con algo que nos incite a hacernos otro tipo de preguntas, como las que hacía Neruda en su Libro de las preguntas, y le venían respuestas en forma de cosas y personas...


(Libro de las preguntas. Pablo Neruda e Isidro Ferrer. Edit. Mediavaca).

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