Dijo hace años un existencialista que la angustia es el temor de lo que se desea, de lo que todavía no se posee. Tal vez, añado yo, también de lo que se tuvo y se fue. Igual esencia pero distintos componentes para el aroma del desconcierto.
Únicamente por el continuado esfuerzo de resistir a lo gregariamente entendido como formal se levantan los pesados estores de la duermevela, apartando definitivamente las prevenciones personales, las torpezas del autodesconocimiento y de la alucinada percepción. Un día llega lo que hace vivir, el amor, no buscado, tan solo encontrado, y con él la verdad y la fe de un destino común, porque el destino es una ruta que se recorre paso a paso, una meta que se intuye que se encuentra allá, tras aquella colina, al volver el recodo del camino, pero que se persigue. Es como el tao de los orientales, una continua búsqueda de la perfección.
Freud le dijo una vez a su discípulo Erikson que la capacidad de amar es el hito que marca la plena madurez, la que limita el dar y el recibir, la que vuelve la mirada a uno mismo, prescribiéndose la necesaria dosis de satisfacción... que cada humano necesitamos, aunque no se admita inconscientemente. Es como el sol, que cada día se hace más el distraído negándose a ocultar con la docilidad de hace tan solo unos meses...
Leí una vez que el ser humano es un sentimiento fallido y desencantado porque conoce de antemano su incapacidad para sostener a lo largo de su vida un mismo sentimiento. No sé, posiblemente sea así. No estoy seguro de admitirlo. De lo que sí lo estoy, es de que puede ser un perfecto hacedor de sus propios deseos, aquellos que pueden menguar su vida si no los lleva a cabo, con esfuerzo siempre, en ocasiones con dolor...
En Mogador se habla de las telas de la memoria, que son cuadradas y pequeñas como servilletas. Miden, según cuenta ARS, dos palmas de mano por cada lado. Por eso, como una forma de hospitalidad y cortesía, les dicen a sus visitantes que "la Historia está en sus manos". Hay profesiones en las que la historia también está en sus manos, como esas telas. Una es la del alfarero. Modela el barro con tal fuerza, pero con tal dulzura, que nada ni nadie podrá nunca apearle de la nube que él ha creado para vivir de y con su amor... Su dolor es a la vez su felicidad de nuevas figuras, estructuras inanimadas, informes todavía entre sus pensamientos esperando comenzar a andar de nuevo, en compañía, sin dolor, con esperanza.