domingo, 6 de junio de 2010

UNA VUELTA MÁS.





Me afirmo cada vez más en la necesidad que debiera tener todo humano en velar algo su existencia para subsistir. Y digo "debiera" porque evidentemente no lo alcanza a la sazón de lo que veo y oigo. Siempre, todas las civilizaciones han colocado un tamiz al que, en la mayor de las veces, que le han llamado cultura, en cualquiera de sus acepciones, para separar la realidad de lo que "debiera", (otra vez sale el condicional dichoso...) ser. Quieren la verdad.
Cualquiera va en busca y captura de la verdad sin saber que la verdad no es de nadie: solo podemos descubrirla, no crearla, no inventarla, por mucho que políticos y financieros se obstinen en querer hacerlo, ¡y menos ellos, que hacen todo lo posible por prostituirla!. Dice un refrán que la verdad es un espejo roto en mil pedazos. Y lo creo. ¿Por qué lo más cierto proviene de la sencillez...?
El ser humano siempre se refugia en aquello que le place porque en el fondo es un hedonista recalcitrante, hipócrita sí, aunque sin necesidad, porque cuando su soledad le pregunta no puede engañarle: le conoce demasiado bien para no intentar engañarle. Es por ello que la cultura, el pasado y el futuro, le conduce a la esencia de lo que un día oyó que profesaban algunos aislados de lo imperante, de la algarabía sin clase, de la rutina sin finalidad, los nunca descatados, los siempre discípulos de la casta de quienes nunca podrían autoengañarse, Los Sonámbulos. Aquellos que, como dice Jassiba, viven bajo el dominio de lo invisible en el amor, siempre deseantes pero nunca convencidos de haber alcanzado lo que se desea. Saben que el deseo es una búsqueda, y tal vez en ello resida cierta perfección de su espíritu, que lo radican en el momento, lo perfeccionan maduramente, en nada simulando piterpanientes, epidemia perdurante en nuestra sociedad, que no atiende al tránsito sino a lo estático, también en lo mental. Son Los Sonámbulos vidaejercientes, seres sin complejos que expulsan la manipulación del ser humano, del viviente.
Feder, otro sonámbulo que estuvo en Mogador, me hablaba de sus noches mágicas contemplando aquellos ojos que nunca vio ni nunca volvería a ver. Y me sentía feliz, me decía, porque mientras yo los contemplaba, ellos me miraban. Vivía el momento de la aurora como la última razón de la alegría, aceptando que en el río de la vida sonámbula no se nada contracorriente: él nos lleva; el éxito radica en dejarse llevar con alegría, no en programar nuestra dicha, que en este negociado prima el corazón, no el cerebro.

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