miércoles, 28 de julio de 2010

EL VIENTO.


Mogador es una ciudad de voces que resuenan, como dice ARS en Los nombres del aire, y sus murallas son como los labios que amplifican y modulan su canto. Y sobre cada una de las 666 torres que tiene la muralla, un dragón hueco de piedra, que gira con el viento como una veleta, recibe los ruidos de la ciudad y los transforma y modula para que todo aquel que llega a la ciudad nunca olvide este sonido.

Fatma solía pasear por la parte más alta de la ciudad deteniéndose cada vez que el viento alborotaba sus ropas. Entonces se ensimismaba en cualquier cosa que tuviera al lado, en una especie de diálogo de asombros que le llevó también a Kadiya y el recuerdo de su conocimiento en el hammam. Como ya se ha dicho en algún episodio de este blog, los hammam son el espacio donde la imaginación corre a mayor velocidad, donde cualquier mujer que deseara debía acudir. La transcendencia que Fatma daba a los pensamientos podía ser superpuesta al destino, puesto que un destino siempre debe ser comparable a nuestra identidad, nunca obviada a las experiencias particulares, las que nos califican como individuos, como únicos.
Desconocía Fatma lo que un erudito del renacimiento francés llegó a decir: " Cada uno es heredero de sí mismo". Y así era, así es. Ella nació y creció para ser fruto y esencia del deseo, sentir cómo todos los días que paseaba junto a las murallas, el viento la poseía, envolviéndola de abajo a arriba, susurrándole sus mensajes de quien partió por el Atlántico hacia búsquedas misteriosas. Y tal vez por ello, iba liviana en su vestir interior, para que la posesión sensorial fuera más estrecha, menos superficial, más profunda allí donde el control se pierde, y mientras se le cortaba el aliento instaba a sus pensamientos que le regresara pronto, o que como dijera Ahmed, la eternidad la amparara.

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