En Mogador, según cuenta ARS (Los jardines secretos de Mogador) que cuentan sus lugareños, hubo un barrio chino donde había jardines interiores hechos de piedras y no de plantas. Tales piedras eran traídas de lugares remotos a donde se iba por seda y especias. En invierno se cubrían de musgo rojizo que se multiplicaba con inusitada rapidez, diciéndose entonces que crecían con la humedad hasta tocar el cielo. En él también existía un jardín de grillos cuyo jardinero los alimentaba de plantas diferentes para conseguir, según él, voces de distinta tonalidad. Contaba también que son muchas las cosas que, además de la comida, pueden modificar el canto de los grillos. Una de ellas, invisible y poderosa, es el deseo. Conocía que la distancia modificaba el canto (al igual que sucede con los seres humanos) de tal forma que parecía estar templando la cuerda de una guitarra según acercara o alejase al insecto de su congénere deseado.
El deseo es la permanencia de un espacio, un paisaje, un sentido dentro de una vida, como los microescenarios ilegíblemente bellos y defensibles que relataba el poeta Henri Michaux, que también visitó Mogador.
Pienso que peor que perder la memoria debe ser que el pasado se olvide de uno... Es por ello que las frustraciones del alma impiden recordar con dulzura lo que tan solo habitó en un corazón, no en dos... Y así nunca será cuando se vaya a Mogador: cuando paseen por las noches empedradas de las calles de la ciudad del viento escucharán las voces de los grillos, suspirantes y taciturnos en busca de ese aliento, esa sombra de deseo que les permita sellar una vida, una memoria...
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