En El paraiso en una caja, de Los jardines secretos de Mogador, cuenta ARS de un jardinero que acabó siendo ceniza por haber querido concretar en una caja toda la esencia de las plantas que guardaba el jardín de su rey a las que taló y arrancó. Se dice que, de esa ambición jardinera, nació el arte de la taracea, el arte de la madera incrustada que luego se difundió por todo el mundo desde Mogador, donde la artesanía de la madera se puede ver a cada paso. Sin embargo, otros afirman que al cabo de varios meses de haber sido convertido el jardinero en cenizas, de ellas nació una tuia, de las que rodean la ciudad por el noroeste y anclaron a las dunas que antes invadían la ciudad por los fuertes vientos que la azotan.
Sigue contando ARS, que al salir de Mogador por el camino de tierra que lleva al puerto de El-Jadida (la antigua Mazagán) se tiene la impresión de navegar en un mar verde. Los árboles bajo la tuia permiten ver las copas brillantes como una ondulación que, con el viento, parece nunca estar quieta. Dicen que ese viento es el espíritu de aquel jardinero perfecto, preso en la imperfección natural de ese bosque y queriendo escapar.
Cuanta más experiencia atesoramos más ambicionamos la simplificación, y en ocasiones invadimos la sensatez que mantuvo serenos nuestros pasos. Entendemos que la futilidad de nuestras repetitivas acciones de búsqueda es la estéril muestra de cómo somos en realidad: seres en continua búsqueda. Los años establecen el criterio magnánimo de apreciar lo sencillo como la muestra de lo más complicado, como los cuadros pintados por Picasso en su última etapa y que cuya explicación pictórica era respondida por él como la necesidad de haber debido aprender a pintar durante toda una vida como un niño...
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