Hace relativamente poco que el occidental ha descubierto el poder del baño compartido para proporcionar bálsamo al cuerpo y a lo que es más importante, al espíritu. Decora su espacio con aromas, música y candelas eléctricas o céreas parpadeantes. Quiere detener el tiempo, regresar al seno de donde vino.
Los sonámbulos conocen de las virtudes que el agua posee. Recuerdan lo que sucede en los hammam de Mogador, cita de mujeres por la mañana y de hombres por las tardes, lugar emblemático para que el gineceo matutino comparta dudas y misterios, propósitos y astucias para conseguir sus objetivos.
Ninguna de las tres religiones mayoritarias en Mogador ha logrado extender sus prohibiciones hasta los hammam. Dentro de sus muros ninguna frase del Corán, del Talmud o de la Biblia puede ser pronunciada, mucho menos escrita y se supone que ni pensada, recuerda ARS en Los nombres del aire (Alfaguara 2004). Y añade: Las mujeres se cuidan de entrar siempre con el pie derecho y salir con el izquierdo, como si tan sólo fuera un paso fuera dado entre la entrada y la salida: así sitúan al hammam fuera del espacio y del tiempo. La ley del hammam es la purificación total del cuerpo, del que se busca extraer toda la tristeza porque es dañina, y ejercitarlo en el placer que revitaliza.
Cuando el deseo es repetido y por lo tanto, planificado, tanto el cuerpo como el espíritu han de ir livianos, esperando receptar y donar sin límites, desertando de los tabúes que en otrora se tuvieran. Es por ello que los hammam son tan pertinentes para los ¿más amados que amantes o más amantes que amados...?, amantesamados, que sus aguas teñidas de esencias se inhalen hasta ser compartidos con su amadoamante.
Ellas comparten más cómodamente su secreto de deseo, lo comunican más diáfanamente que el hombre, menos cómplice de su propio destino que ignora en manos de ella y excluye de su poder de asir sus deseos cuando no es sonámbulo. Cuando lo es, camina sin pudor de morir en el intento porque su muerte es su vida, tal vez momentánea y eterna, posiblemente ajena a cualquier otro designio que perpetuara su memoria, y siempre instructiva a sus propios ojos yacentes por el instante de existencia que se brindó.