Partir es un verbo muy dúctil. Dice mucho en dos sílabas. Habla de apacibles melancolías, de inciertos futuros, de planes y decisiones largamente meditadas, de una emigración consentida y sentida con, presente o ausente, ¡da igual!. Partir es ir en busca de la existencia, de pérdidas y encuentros, andenes húmedos y humos vagabundos entre guiños de neones. Partir espolea también al autoencuentro, ése que siempre se obstina en perderse mientras se está.
Tan solo pensar en partir convoca al deseo, el que es un rostro que esconde otros muchos, que si se descubre el último todavía queda el próximo, el que habla de amaneceres consecuentes de imágenes por ver, olores que adueñar en la sentioteca privadamente selectiva de nuestro inconsciente, y anocheceres de otras lunas igualmente diferentes a la que hoy veo por mi terraza cada noche.
Tan solo pensar en partir convoca al deseo, el que es un rostro que esconde otros muchos, que si se descubre el último todavía queda el próximo, el que habla de amaneceres consecuentes de imágenes por ver, olores que adueñar en la sentioteca privadamente selectiva de nuestro inconsciente, y anocheceres de otras lunas igualmente diferentes a la que hoy veo por mi terraza cada noche.
El Sonámbulo anima a viajar, a conocer lo aún desconocido. Solamente así se apartan definitivamente los recuerdos que la memoria obstina en no alejar, y ser suplidos por otros más genuinos, menos hirsutamente defraudantes.
Partir, definitivamente, es intuir una alienación transitoria que impide repetir lo usual y acercarse a lo excepcional, que pasa a ser urgentemente fundamental, como un móvil de Calder.