La vio ensimismada y mientras ella conocía a dónde llevan las corrientes del viento, él apenas comenzaba a apercibirse que su cuerpo estaba moviéndose en el aire. Era joven y sin la experiencia de haberse iniciado en los placeres y padecimientos de la pasión, guardando los primeros impulsos de su fascinación tormentosa hasta el límite de creer que nunca sería como sus congéneres mayores, disciplentes ante las situaciones amorosas o simplemente libidinosas. Ella, en cambio, tenía ya cicatrices en su memoria de las orillas que habían traspasado su cuerpo y antes su imaginación, manteniendo su entusiasmo de sentirse fresca y y dispuesta a seguir disfrutando de ese foehnn magnético del que a menudo hablaban los mogadorianos.
Ella pronto sintió a su nuevo suspirante, cristalizado en uno de esos prismas que multiplican los reflejos de un estrecho haz de luz. Dudó. Sin embargo, pronto concluyó en querer probar lo que la inocencia podía descubrirle y proporcionar esa alegría que por fugaz posiblemente, no debiera impedirle el disfrute de los sentidos sobre su cuerpo. El hedonismo siempre ha elegido la intensidad frente a las hojas del calendario, y ella era fiel discípula de esa iglesia a la que los miembros de la casta recomendaban.