Sospechó desde el primer instante que sabría como el umami, ese quinto sabor que puede interpretarse como estar comiendo un erizo de mar, anchoas, parmesano, cecina de buey con una capa de moho... Es el sabor de la madurez próximo a fermentar. Inicialmente sirve de aviso, pero cuando el paladar se acostumbra, cuando se aprende su nombre, esa pendiente hacia la podredumbre se convierte en el único sabor que vale la pena perseguir, la única fórmula que merece probarse.
Le vio tambalearse en el trapecio de la incertidumbre, aunque supiera que el tiempo es relativo, tanto como la distancia que hay entre el último hola y el próximo adiós. Probablemente por su ausencia de credibilidad de que todos llevamos nuestra biografía a cuestas y que nadie se repone nunca de lo que ignora que sucedió. Somos como alguien dijo una vez que son nuestros protagonistas: criaturas en el aire.
En aquellos instantes eternos le pareció estar escuchando al fuego, con ese hipnótico asombro que ocasiona lo que se destruye sin opción a ser impedido, atracción impenitente por ese destello de vivos colores que son también calores... Y ese rayo termicolumínico le recordó la flor del agave, que brota solamente una vez, justo antes de morir, sin mesura, sin explicación aparente por quien está cerca de ella y que ignora el por qué ha tardado tanto tiempo en hacerse visible y cuando al fín lo hace se despide... ¿Será por eso que en la lengua antigua de las islas mediterráneas, agave significa noble, pero también...admirable?.
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