Deleuze y Guattari consideraron ya hace mucho tiempo que cada terráqueo es una colección de máquinas deseantes. Cada uno de estos deseos, autónomos, incoherentes, dotados de su propio dinamismo, es revolucionario en esencia, es explosivo, y por ello ninguna sociedad puede tolerar la circulación de deseos reales sin ver comprometidas sus estructuras de explotación, de servidumbre y de jerarquía... Y ahí aparece otra contradicción humana, otra más, la que detiene el magnetismo bipersonal ante la sospecha de una intolerancia, de un inmanifiesto servilismo a la imprudencia que siempre acompaña al deseo.
El deseo debe ser ciego, encuevarse si es necesario para no sugerir siquiera dolor, porque el deseo, el apetito, la sed, es el origen del sufrimiento. No hay sed capaz de saciar la naturaleza tan sitibunda. La gran verdad del budismo es que sólo extinguiendo el deseo, la sed, puede el hombre liberarse del dolor. En eso consiste el nirvana, uno de cuyos nombres es, precisamente, "aniquilamiento de la sed" (ta.nhakkhaya).
Spinoza puso en el deseo el fundamento de la antropología. Dijo: "Cada cosa se esfuerza por perseverar en su ser. El esfuerzo con que cada cosa se esfuerza por perseverar en su ser es la esencia misma de la cosa: este esfuerzo, cuando se refiere al alma sola, se llama voluntad, y cuando se refiere al alma y al cuerpo se llama apetito. En cuanto los hombres (hoy, en el XXI, como antes pero sin decirlo, serían también las mujeres, obvio), son conscientes de su apetito, se denomina deseo. Deseo, pues, el apetito con conciencia de él (Ética II, prop.VIII).
Desear es imprescindible, no obstante, aunque los sinsabores sean en ocasiones amargos, aunque existan miradas obtusas y posiblemente inútilmente arrogantes que no se crucen por olvidos y que no sean más que incertidumbres por no dejar paso a la amnesia en la que en ocasiones todos debemos ajustarnos a convivir. A partir de cierto punto, todo comienza de nuevo, como esta primavera que se obstina en no ser como todas las anteriores.