Existen en la vida momentos agridulces, situaciones de descontento y desánimo que inducen a rememorar pensamientos y dudas acerca de cómo es el deseo, qué se espera del acompañante de los pasos del humano. Le decían al Sonámbulo hace un tiempo que alguien vio a lo lejos la figura de ese posible deseo y al acercarse comprobó que efectivamente no había mucho más...y es que a veces, el peor desinterés, el mayor execrable de los naufragios sucede en tierra firme.
Aceptar la vida como un laberinto es una de las primordiales enseñanzas que la persona ha de aprender. Para Borges, el laberinto era el símbolo de la perplejidad, de cuando se está perdido en la carrera de la existencia y, no obstante, necesario. Ese laberinto, interior y cambiante, es el enigma al que debe darse respuesta. Puede asimilarse al viaje, a ese destino imaginado y siempre hiperbolizadamente hermoso al que, sin embargo, se le teme porque es desconocido y en algunas ocasiones desequilibrante, pero que realmente sirve para percatarse cómo se es ciertamente.
En el mundo del deseo, hay que darle espacio a las más desestructuradas maneras de sensacionar cada instante, desde la más perversa a la que puedan encarnar esos twees, adultecentes en busca de paraísos perdidos nunca creados y siempre rememorados por cualquiera que no obtenga raudamente lo que busca. Leí en una ocasión al poeta J.M. Roca que "más que fe, dame un equipaje de dudas...". Todo cabe. Sí. Aunque deba llegar un momento en que esas dudas, esos instantes agridulces, agradezcan el equilibrio interior del que Borges, al fin de sus días, dijo encontró.