Escuchaba al halaiquí, el contador de historias, con enigmático entusiasmo. Siempre le atrajo sentirse seducido por esas medias verdades que conjugan perfectamente con la imagen del siempre decepcionante anuncio de una falsedad pregonada. Aún así, la fascinación vencía a la oscuridad del pragmatismo que imperaba la razón. Y por él supo de aquellos seres mitad mujer mitad pez que se aproximaban a las cercanías del puerto mogadoriense y emitían por las noches los sonidos del desamor, los que derrotaban las voluntades de los hombres que, sinténdose atraídos por ellos, vagaban silenciosos por sus límites marinos, y pedían a los vientos que dominan la ciudad que no amainaran su intensidad, que la hiperbolizaran, cambiaran su rumbo y alejaran esos seres cuyo destino era engullirles, hacerlos suyos, espiralizarlos cual torbellino hasta los fondos y quedarse con su alma y poder ser al fín mujeres totales.
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