La llegada a cualquier isla desde el aire siempre tiene ese plus de bienestar que acompaña al viajero, ya sea una isla exótica u otra relacionada más con su ADN. En este caso se aunó además ese halo de misterio que proporciona la oscuridad cuando es la noche quien te recibe y te acuna con su silencio indispensable.
Huir de lo que disgusta ayuda mucho a dejar de ser tono grisáceo y empaparse de la acidez de un origen del que se huye. Observo desde la ventana del pájaro y percibo la isla recibir al foráneo con atmósfera de sales y ruidos no habituales que le conducen a cierta disposición a sentir más de cerca los sueños incubados, los inquietantes interrogantes que puedan llegar o hasta el olvido de los malestares que antes acuciaban. A la isla cuesta llegar y de la isla cuesta huir, precisa toda una logística imposible de ser espontánea. Por ser, hasta es complicada que ayude a que la memoria no se disculpe de los recuerdos. Que se lo pregunten a Ulises...
Ser isleño proporciona una personalidad peculiar, congénita, que aferra a quien le acepta a ser complicado convertirse en inerme cuando imagina abandonar o abandonarse. Y mientras el recién llegado duerme sus cuitas, la vida hace de las suyas, por ejemplo...ir pasando. Cruzarse con el/la habitante de una isla es hablar con los ojos, prescribir conatos de acercamiento o de entablar lenguajes apareantes. Me lleva esta sensación a otra isla en donde dejé enterrados misterios que nunca saldrán a la luz, aunque los olvidos tengan formas sofisticadas de permanecer y formar presentes donde ya solo existen pasados.
A la isla hay que adentrarse... y volver a su orilla cuantas veces sea deseable para ser recibido de nuevo, y así continuamente...