Le oyó decir a aquella hechicera del gozo que abrazaba la ausencia de su amadoamante en el doble filo de sus lágrimas, observando la oscuridad de la noche, tentando con sus manos el calor de su cuerpo entre las sábanas. La oscuridad, pensó, carece de cuello para besar y descansar el día, priva del vuelo de unas piernas entrelazadas que se desperezan en la madrugada, de brazos que acaricien esa soledad a la que se desprecia cuando se posee voluntariamente, incluso carece de sílabas guturales que sumerjan sus sutilezas bajo el sabor de la traspiradora lluvia sensual de pieles hipertérmicas que conduzcan ácidos sabores generados por glándulas vivas y deseosas de seguir siéndolo sin límites.
La oscuridad impide alargar el beso desaforado y pausar la caricia hasta el vórtice de la tormenta... y fundamentalmente disuade ver esa imagen de ánimo habitado a fuerza de desvelo hiriente que jalea neuronas con memoria perpetua que devuelven instantes eternos. Penumbras agobian al Sonámbulo de la avidez desaforada de observar gestos y conocer más profundamente a su amadaamante sin saber que cualquier pasión siempre se acompaña de sombras, esa información que ya siempre le acompañará cuando escriba el libro de su vida.