Un día le llegó a decir que de no escucharle decir su nombre había olvidado cómo se llamaba. Y tras decirlo, se apercibió al instante de que la paciencia es capaz de repetir sin pedir explicaciones, que cuando no se siente a uno mismo no siempre tiene ausencias discretas.
Le veía su espalda y era la espalda del mundo en la que hallaba refugio, entre álamos que musitaban sus secretos para tatuarlas en la piel del horizonte, allí donde se crean los sueños inacabados, en donde los sentimientos carecen de esquinas. Erguida como un himalaya cualquiera permanecía en momentos silenciosa para de momento, interrumpirse a ella misma disipando aquel pensamiento diamantífero de alguien deseante que se interrogaba por su pasado o por si tendría un mañana. Sus ojos se combinaban con su sonrisa, espontánea, sin filtrar por su mecanismo neuronal. Era ilusionante toda ella, recién nacida a un mundo en donde cada día era indescriptiblemente muy suyo.
En ocasiones deseaba la oculta mirada que no hubiera existido, que el deseo que le arrojaba sumiso a su imposible superficie corpórea para ser sentida desapareciera, y no iluminara su cuerpo, y no fuera un Bukowski cualquiera quien le acusara de ser un pájaro azul que ahuyenta cisnes en primavera.