La imaginaba envuelta en su vestido ritual que nadie podía ver, entrando y saliendo de las densas nubes de vapor que generaba el hammam y que su presencia cortaba con el delicado brillo de su desnudez simulante de un relámpago silencioso en mitad de la noche. Podía notar la luz emanante en sus profundos pliegues, el calor que albergaba en toda su epidermis y que al paso junto a su onírica presencia olía a naturaleza viva, a presencia deseante de miradas furtivas como la de él, cruzándose como los arcos de una bóveda diseñada siglos atrás, del mismo modo a como su corazón le estaba diciendo en aquellos instantes, lo que su mente proyectaba sin descanso pero sin fatiga, con gozo complaciente.
Se habían conocido en silencio y en silencio también había sido la despedida, con ausencia de palabras pero con miradas entretejidas y recuerdos de profundos y repetidos contactos. Las palabras sobraban.
Le llevó aquella sensación profundamente vivida a una muy antigua canción de Ibn Zaydun: "Cuando tus ojos vean lo que ya no se ve, y tus manos toquen lo que ya no se toca, tus ojos no serán ya tus ojos y tu cuerpo no será ya el tuyo, pobre posesivo poseído".