Cada vez estoy más seguro que el humano tiende a minusvalorar lo que no comprende, de lo contrario quedaría en evidencia, le inquietaría la imagen que ve en el espejo. Y es inentendible que suponga creer que sea omnipotente, aunque reconozca que los satisfechos tienen la mirada perdida y que no precisen estar ante el acecho de lo desconocido o del porvenir.
Siempre es positivo contar con un talismán, por mucho que se entienda el falso poder que posee su magnetismo, su magia. En uno de los libros de ARS, En los labios del agua, habla que un día, cuando iba a entrar en la Medina, un niño le pidió unas monedas por un talismán que le protegería de todo mal. Aún sabiendo de la vacuidad de tal propósito decidió comprárselo. Era una mano de Fátima (objeto que lamentablemente ya sería Made in China...), algo que podía adquirirse en cualquier tiendecita y que los turistas compran cuando visitan tierras árabes. Posiblemente le llevó a adquirirlo por el deseo del niño a apartarle de cualquier daño que pudiera acecharle. Es en donde se entiende la fragilidad del humano, en la precariedad de quien se sabe insatisfecho de ser quien es porque se sabe engañado y aún así presuntuoso de tener ese don invisible para los demás que le resguarda de sufrir. Porque no se ha nacido para sufrir sino para gozar, para sentirse satisfecho de lo que hace o dice para el otro, el que sea. Ser hedonista no es malo, no; es el fiel de la balanza que nos hacer sentir de otra forma, de una manera más sosegada, más diacepanescamente fisiológica.
Y es que los Sonámbulos desean creer en el deseo de otros con igual intensidad que la del suyo propio, el que les hace beber las lágrimas de su amadaamante aunque sepa que no es agua potable y que los sinsabores son siempre amargos.
Nuestro talismán, realmente, somos nosotros mismos. No nos engañemos.