Hasta las horas llegaban con retraso. Se notaba la tarde aturdida ante aquel semillero de sopor que no había elegido, tan solo permitido entrar por la puerta postrera de mi espacio. Ni las ramas otrora bulliciosas avisaban de que la vida se iba sin avisar, sin pedir permiso para desgastar los minutos reales que medían el cansancio de un inquieto corazón pasado... pesado... y posado sobre aquella hierba que me rodeaba. Y entonces fue cuando apareció ella, con sonido de seda, con tacto de terciopelo, con la humedad propia de quien regresa para saber de tí, de tus atormentados sueños entre el pasado y el presente, nunca en el porvenir. Y se tumbó delante, me contempló con una compasiva mirada, y sin hablar, sin emitir un solo rumor me bautizó con sus labios y aplacó el fuego con guirnaldas de violetas descendiendo por todo mi cuerpo, secuestrando mi mente de pensamientos de sombras. Me recordó los amores de otoño que traen vuelos de pájaros mojados, despertares difíciles y vaho en los cristales... Me rememoró a ella cuando mis sueños eran suyos y con alma de voyeur me adentraba en sus interioridades para saber de ellos sin pudor alguno.
Aquel bosque mediterráneo se había convertido por efecto del deseo en un bosque de luces oscilantes, vista distorsionada que no desfiguración, con unas manos ebrias de agonía de pretensiones sonámbulas, nunca sombras, siempre apetencia de que fueran injertos de vida para seguir siéndola...
Y el misterio continuaba.
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