Recuerdo hoy una de las historias que el halaiquí contaba en la plaza del Caracol, en Mogador, la ciudad del deseo. Se refería al jardinero nómada, aquel quien huelló la vida de Jassiba y viceversa, porque ambos se encontraron navegando diferentes sensaciones hasta que coincidieron en la confluencia de una palpitación.
Jassiba era una devota de las cerámicas y sentía que su embarazo era, como dice ARS en Los jardines secretos de Mogador, una mano invisible de alfarero modelando a veces con torpeza y sin paciencia pero siempre con un interés obsesivo en el destino de sus formas. Había ido apreciando en su cuerpo la Marea de las nueve lunas, o cómo se formaba una tienda en el desierto influenciada por el viento, cómo ríos y lunas se mezclaban, o dónde confluía el lugar donde se ata y se desata, y cómo se producía la catarata de sombras. Jassiba había visto como su alfarero la metamorfoseaba. Ella crecía jardín. Ella se hacía flor. Y todo él, su amadoamante se acercaba a ella de la única manera que podía hacerlo, ciego de otras sensaciones que pudieran enturbiar el contacto con su aroma más interno, más puro.