Aquella noche todos los placeres del baile estaban en ella, del mismo modo que una llama en la oscuridad se contempla cómo disfruta de sus divagaciones lumínicas. Hacía del baile una ascensión maravillosa, lo que en su país llamaban los niveles de la escalera iluminada. Eran varios y cada uno contemplaba su explicación. Según decían, dan luz al cuerpo desde dentro y llenan de alegría a todo lo que en él está vivo. Ella era vida.
Lo primero que hicimos fue explorar el placer discreto, el rigor de seguir el ritmo de la música, que lleva también al placer de contenerse, sabiendo que la contención repetida pero bien ritmada se tornará en un placer más prolongado. La experiencia final del baile, la última sensación luminosa se consigue siempre como producto del rigor, de la disciplina rítmica, y aparece siempre de forma progresiva, nunca de golpe ni sorpresivamente... Le sigue la conciencia del cuerpo, ese placer que siente sus movimientos, su cansancio, sus límites. Las diferentes partes del cuerpo que bailan, por instantes adquieren una extraña autonomía, sentidas desde dentro por una especie de espíritu musical y entonces el baile se convierte en una pequeña presión que insiste en brotar al exterior.
La cintura y el vientre eran espacios favoritos para este torbellino pugnante por desplegarse, y su forma de atracción superaba en ella a otras que podrían ser principales. Qué decir de sus sinuosas caderas arrasando cualquier forma corpórea que sobresaliera de él y que se transformaba en implícita invitación a la fusión corpórea y jadeos eternos que suplantarían palabras...
(continuará)