Cuando se presenta el gran azul en frente, la memoria regresa a Mogador, al roce de su arena en los pies descalzos, que no es la misma arena que se ha pisado en otros momentos y en otros lugares...a oler el aroma casi asfixiante del salitre sobre las barcas recién varadas que han traído la generosa pesca del día y que será subastada. Huelo aún sus sardinas que hechas sobre una primitiva brasa alimentaban a quienes aspiraban a comerse una parte de océano entre sus dedos.
Mogador impregna los sentidos si se pasea por sus calles cuando el sol comienza a debilitarse, a subrayar su ausencia. Es entonces cuando se cocinan esas fragancias difíciles de catalogar, siempre delicadamente salpicadas de especias que estimulan los sentidos para desear (¿no habrá otro verbo...?) llegar cuanto antes al domicilio donde se habite. Asemeja a un nuevo deslizamiento en los sentimientos del amanteamado que se siente burdo adolescente entre tiznados ojos que él quiere que sean lujuriosos, y lo son, como los de él, ebrio de palabras, espiral de deseos (¿no habrá otro sustantivo...?) que broten de sus labios para ser eternidad dibujada entre dos anatomías que se buscan y encuentran sin otro fin que el solo hedonismo.
El agua que azota Mogador es atlántica, y junto a su viento, le peculiarizan, le hacen ser de olvido imposible, desordenan y vuelven a ordenar aquellas imágenes deseantes y reales que, hoy, viendo este gran azul, es imposible despejar de la mente del Sonámbulo que observa un Mediterráneo, que aún sonando serratiano, no cumple la finalidad de despertarse en el eco de sueños creados solamente para su amanteamada.