Se miraron con curiosidad. Parpadearon sus ojos y tras ello los abrieron de una forma convulsiva, adivinando el pensamiento de cada uno. Su mano la condujo al pecho cubriéndolo de forma tal que podía ser considerada como protección frente a una agresión visual. Sentía esas diminutas convulsiones secretas de latidos sanguíneos acurrucados en sus venas. Sus ojos y los de él sucumbían a esa curiosidad del neonato a una vida pregonada de placeres y deseos ocultos, con la fuerza sorpresiva que ocasiona quien sabe que el interior de su cuerpo está siendo visto con sus relámpagos y tormentas esperadas.
Avanzaron con el mismo objetivo, aspirando sus olores y burlando al tiempo la velocidad de su marcapasos. Él se evadió mentalmente y recordó por un instante a su poeta Federico en el que voceaba las sensaciones increíbles de un deseo recalcitrante de poseer y ser poseído por el entusiasmo de la blanca luz del grito silenciado para los demás y solo habitado por los dos amantesamados, enlazados en ese nido de donde surgen humedecidos todos los sueños de las serpientes y más aún sus nalgas que dibujan espirales cuando hunden suavemente su cuerpo al deslizarse para aunarse más todavía al cuerpo dirigido por luces tuertas y calles vacías como diría Octavio Paz. Siempre quiso conocer el por qué de su espalda surgía ese arcoiris obtenido de potenciales lenguas diminutas e indetenibles tras hacer el amor. Lo veía cuando se levantaba y seguía oliendo su aroma ensordecedor...