Sus huellas se veían perfectamente con los ojos del deseo, huellas similares a las de un astro que a lo lejos hubiera muerto para que ella naciera y fuera grabando recuerdos en la piel de su cuerpo, permanentes.
Cuando el viento se calmó salió al jardín y colocó sobre la mesa varias fotografías. Le gustaba recrearse viendo aquellas imágenes que solamente sus ojos habían conocido. Ella se mostraba de espaldas, desnuda, bañada por el sol, en otras se la veía bailando con el gran azul al fondo o bebiendo un cóctel. Eran momentos robados con innecesario permiso, instantes irrepetibles en una vida que fue la que ya no era, ahora más horizontal pero igualmente binaria, en la que nadie más podía entrar a ver aquellos recovecos que les caracterizaba a los Sonámbulos, poseedores de ese apetito sensual desmesurado. Una de las imágenes que impregnaba el papel satinado le llamó la atención. Era la que protagonizaba ella con una granada abierta en su mano. La granada, le contó en aquella ocasión, es antigua como los sueños de las cabras jóvenes y de los poetas viejos. Tiene el color lleno de destellos de las sedas de Smarkanda. Mancha las ropas como los restos de una batalla sobre campo abierto y deja en los ojos de quien la come el brillo de fuego de los enamorados. Es la fruta de los Sonámbulos. En ella está la voz de tierra del deseo, al que alimentamos y dejamos que crezca hacia ese sol que le indica el camino hedonista. En cierto modo es una fruta oasis. Quien nunca ha ardido de deseo desconoce lo que es el fuego sonámbulo, aunque lo suponga, por mucho que pretenda engañarse de idiomas embriagadores de nostalgia, al igual que sin movimiento no hay emoción, sin pasión no hay movimiento. En esa ocasión, una vez más, recordó que hay aromas visuales que retan y poseen...