La única noche que tiende a no olvidarse es la del desvelo. Las otras, las saboreadas, parece que son postergables, arrinconadas...y nada más erróneo que condenar al abandono las noches dormidas, y más aún las que suceden tras el placer. Es como el amor: el inolvidable es el que nunca fue. Aunque suene a doloroso, a dialéctica imperfecta, a suspicacia pragmática.
Me contó en una ocasión un gastrónomo del amor, que como para el insomnio, también para el olvido hay brebajes y jarabes. Pero ambos son remedios sin discernimiento. Los unos te dormirán tanto (sin sueños y sin sueño), que será como morir. Con los otros no olvidarás, si los tomas, lo que quieres olvidar: lo olvidarás todo, fuera gustoso o no. No me quiso revelar sus remedios para el olvido porque, según él, poseen el mismo efecto que tiene la cicuta. Sí, en cambio, me dijo que hay palabras que viven subyugadas en el paladar, imperantes ante el desafío de la deglución, siempre previstas para ser dichas cuando menos ( o más...) se deseara. Sabía tanto este peculiar ser de los sabores que me introdujo en el laberinto de las especias sin yo mismo apercibirme de ello. Cúrcuma, canela, cilantro, comino, polvo de chile, nuez moscada, tomillo, achiote, agracejo, ajenuz, albahaca, anís estrellado, eneldo, curry, hinojo, mahalep, vainilla, sésamo... iban formando parte de mi personalidad intrépida hasta descubrir que las palabras tienen aroma. Es cuestión de vista... y de oído, no solamente de pituitaria... Y es que cada persona a la que un día se conoce profundamente, si se desea conocerla... cuenta con su propio aroma...si se sabe oler, o escuchar,...o ver.
En cierta forma, se lo agradecí porque no es frecuente dar con la explicación al sinsentido.