miércoles, 29 de marzo de 2017

EN EL ALMA


Le contaba a ARS cuántas personas he recomendado, y han ido, a Mogador a dejar allí sus penas, sus malos recuerdos, y dejarse atrapar de sus sueños paradójicos, ésos que deben interpretarse de forma asfixiante, como la última inhalación, el concluyente vestigio de oxígeno que alimenta el pensamiento y le obsequia con la verdad más absoluta a la que nunca antes había pensado que existiera. 
Hoy le añadiría que esa verdad es la mujer desnuda vestida de tatuajes que al caminar queda despojada de cualquier aditamento y matiz que dibujara su anatomía creando ese jardín efímero, desvanecido y fugaz que alimenta cualquier introspección. 

Mogador se lleva siempre en el interior tras haberlo conocido, con ese secretismo que genera el placer extremo, el hedonismo más insondable al que pocos pueden llegar, como ese jardín secreto en los ojos de quien sabe ver lo que otros nunca podrán siquiera imaginar.

miércoles, 22 de marzo de 2017

HERIDAS QUE DEJAN DE SERLO


Me contaron de la existencia de una isla de la que todos sus habitantes querían huir. Su atmósfera se sentía tan espesa que costaba respirar, era tal la presión que sus pechos debían resistir que caminaban despacio, suspirando a cada costoso paso. Sus miradas ya no se cruzaban por saberse como si miraran espejos. Era la llamada Isla de las pérdidas porque todos los que allí vivían habían dejado algo o alguien atrás para nunca más volver a verlos.
Un día alguien llegó a la isla y sintió el contagio de sus moradores, y comenzó a buscar en su memoria a personas y cosas que había perdido en su vida... 

"El pasado late en mi interior como un segundo corazón; antes yo tenía una casa y ahora vivo a la intemperie, en el calvero, sin refugio a la vista, ¿donde están los que quise y me quisieron?, ¿donde mis cosas que cambiaban el mundo que me rodeaba?, ¿dónde...?. (John Banville. El mar). 

Y descubrió que eran muchas, demasiadas tal vez, pero seguía vivo, y recordó aquellos versos de Hernández, Miguel, en su Cancionero y romancero de ausencias:

Llegó con tres heridas:
la del amor,
la de la muerte,
la de la vida.

Y aceptó que de todas las lesiones se sale dolorido, sí; de una, además, eternamente, pero de las demás puede que incluso victorioso. Hay que desearlo, por supuesto. De la vida, aún con sus pérdidas, se ha de aprender, madurar, externalizar los dolores, que las más de las veces son propios, pocas común. Nacemos despidiéndonos de todo y de todos y vivimos despidiéndonos, de todo y de todos, porque hasta la forma de amar varía, su intensidad cambia porque el humano cambia, como esos verdes ojos que al atardecer parecen más ladinos y lujuriosos que cuando despiertan al día siguiente, más prácticos, menos oníricos.  Y la ignorancia nos puede...

Le costó cambiar la actitud de sus, ya vecinos, pero lo logró. Lloraron, se apiadaron, y gritaron juntos, pero al final concluyeron que solo ese jardín de fibras nerviosas que todos llevamos en nuestra cabeza, la que sea, les salvaría de capitanear el infortunio, y que esos neurotransmisores causantes del dolor, podrían ser sustituidos por otros que produjeran el deseo, la chispa de la atracción, la satisfacción de ser tocado y tocar de quien se sintiera atraído y complacido con el intercambio cutáneo. 
Él se hechizó de aquella mujer que le hacía hablarle al oído, de mil y una manera distintas y que le decía que su voz era la que la había seducido. Llegó a sentir que todo su cuerpo y todos sus gestos eran para ella un amasijo de ecos y modulaciones de sus palabras. Su vida ya no era un futuro, era un reto del instante que podían vivir siamesados, acopulados, sentidos sin desear pasados y pérdidas...

domingo, 5 de marzo de 2017

SIEMPRE


Aquellos que hayan visitado Mogador saben que hay plazas dentro de plazas, calles dentro de calles y tiendas dentro de tiendas hasta llegar a las cajas taraceadas, tan típicas en aquella ciudad, con compartimentos interiores de marquetería pudiendo albergar, en miniatura, la esencia de un mercado y hasta un bosque: sus olores, sus esencias. En cierto modo es como se llega a la mujer mogadoriana, abriendo compartimentos que hospedan sus sentimientos, sus...deseos. 
Fue una noche sentado en la fuente de las Nueve Lunas, donde se cruzan o terminan nueve callejuelas curvas, ahí donde los azulejos frente al agua devuelven nueve reflejos diferentes de la luna menguante, cuando notó esa sensación de ser observado sin poder ver quien le miraba. Dio una vuelta de 360º alrededor suyo pero no fue capaz de encontrarla, aún sabiendo que ella estaba allí. Esperó unos instantes y se volteó rápidamente y entonces sí, la vio. Sus ojos eran de los que ven más allá de lo que miran. Percibían, distinguían lo que a su vez él oteaba más que veía...hasta que la contraventana se cerró.
Durante una semana estuvo yendo a la misma hora a la fuente, saludó a la misma luna, esperó la apertura de la misma contraventana hasta que su silueta volvió a reflejarse en la puerta de su vivienda bajo una lucecita de no más de 30 watios que indicaba la entrada de su Ryad. Los antiguos poetas de la zona, grandes exploradores del deseo, usan la palabra Ryad para hablar del corazón caprichoso de sus amantes: "un jardín cambiante bajo el imperio de las estaciones". Pero también para mencionar su sexo atesorado y misterioso, promesa de placeres y reto para el jardinero que paciente lo siembre y cultive.

Le hizo notar que no tuviera miedo, éso que se asemeja a un pozo que cuanta más tierra se saca de él, más crece, y a la oscuridad, que cuanto más grande, menos se ve. Le animó a caminar por la calle llamada del Silencio, que ayuda a conocerse, a sentirse sin palabras ni tactos, solo observando el caminar y el movimiento del otro, y fundamentalmente su mirada, la que abre el corazón. No se daba cuenta que ella estaba dejando crecer en su fantasía todo lo que él deseaba en ese momento. Y añadía entre sonrisas detalles extravagantes que confirmaban su delirio. El embrujo estaba hecho. Ya solo quedaba esperar. Y es que el amor coge al corazón desprevenido; nunca llega a la hora de la cita. Recordó el hombre aquello que una mujer le dijo: "¿Cómo te crees que somos las mujeres?. Lo único que queremos que nos digan es lo que ya sabemos; lo que no sabemos es que no nos importa". De lo único que sí podía dar fe tras largos días de transitar los mismos adoquines de piedra de la calle del Silencio fue de su olor, aquel que aún hoy en su mesa donde escribe sus memorias, a diario abre esa cajita y aspira la esencia de aquellos momentos... Sabe que la brevedad no se agota en la duración.