Me contaron de la existencia de una isla de la que todos sus habitantes querían huir. Su atmósfera se sentía tan espesa que costaba respirar, era tal la presión que sus pechos debían resistir que caminaban despacio, suspirando a cada costoso paso. Sus miradas ya no se cruzaban por saberse como si miraran espejos. Era la llamada Isla de las pérdidas porque todos los que allí vivían habían dejado algo o alguien atrás para nunca más volver a verlos.
Un día alguien llegó a la isla y sintió el contagio de sus moradores, y comenzó a buscar en su memoria a personas y cosas que había perdido en su vida...
"El pasado late en mi interior como un segundo corazón; antes yo tenía una casa y ahora vivo a la intemperie, en el calvero, sin refugio a la vista, ¿donde están los que quise y me quisieron?, ¿donde mis cosas que cambiaban el mundo que me rodeaba?, ¿dónde...?. (John Banville. El mar).
Y descubrió que eran muchas, demasiadas tal vez, pero seguía vivo, y recordó aquellos versos de Hernández, Miguel, en su Cancionero y romancero de ausencias:
Llegó con tres heridas:
la del amor,
la de la muerte,
la de la vida.
Y aceptó que de todas las lesiones se sale dolorido, sí; de una, además, eternamente, pero de las demás puede que incluso victorioso. Hay que desearlo, por supuesto. De la vida, aún con sus pérdidas, se ha de aprender, madurar, externalizar los dolores, que las más de las veces son propios, pocas común. Nacemos despidiéndonos de todo y de todos y vivimos despidiéndonos, de todo y de todos, porque hasta la forma de amar varía, su intensidad cambia porque el humano cambia, como esos verdes ojos que al atardecer parecen más ladinos y lujuriosos que cuando despiertan al día siguiente, más prácticos, menos oníricos. Y la ignorancia nos puede...
Le costó cambiar la actitud de sus, ya vecinos, pero lo logró. Lloraron, se apiadaron, y gritaron juntos, pero al final concluyeron que solo ese jardín de fibras nerviosas que todos llevamos en nuestra cabeza, la que sea, les salvaría de capitanear el infortunio, y que esos neurotransmisores causantes del dolor, podrían ser sustituidos por otros que produjeran el deseo, la chispa de la atracción, la satisfacción de ser tocado y tocar de quien se sintiera atraído y complacido con el intercambio cutáneo.
Él se hechizó de aquella mujer que le hacía hablarle al oído, de mil y una manera distintas y que le decía que su voz era la que la había seducido. Llegó a sentir que todo su cuerpo y todos sus gestos eran para ella un amasijo de ecos y modulaciones de sus palabras. Su vida ya no era un futuro, era un reto del instante que podían vivir siamesados, acopulados, sentidos sin desear pasados y pérdidas...